Jazmín. Menta. Canela. Azafrán. Hinojo. Mis sentidos comienzan a fallarme ante una explosión de olores y estímulos a los que tan poco acostumbrados están. Intento hacer un esfuerzo para darle una respuesta lo más acertada posible a este hombre de ojos simpáticos que sostiene un puñado de hierba seca desconocida, al menos para mí, bajo mi nariz. Afortunadamente, con una sonrisa que anticipa mi ignorancia, dice la respuesta que tan evidente parece para él.

Y esos solo han sido un par de minutos en Marrakesh.

Luz sobre mi piel, colores para mis ojos, revuelo en mis oídos. Una plaza con doble cara que te da la bienvenida allá por donde entres. Unas manos con henna me saludan y me invitan a unirme a esa tradición. Todo el mundo parece conocerme en aquella fiesta continua, las serpientes se mueven al ritmo del pungi y los montones de fruta, sin quererlo, aportan la tonalidad perfecta para convertir aquel lugar en una de las mayores peculiaridades de la ciudad.

El color barro que cubre las casas convierten Marrakesh en una ciudad cálida y seca al atardecer, en contraste con la frescura y la paz que se respira en cada uno de los patios interiores, que permanecen ocultos a la espera de quien busque desconectar por un instante del ruido y el ritmo frenético que abunda en las calles.

Te fijas en todos y cada uno de los detalles que te rodean, deseando a cada momento que se queden grabados en tu retina para poder describir más tarde todo aquello que atrajo la atención de tus ojos. Deseas memorizar cada azulejo, cada vidriera, cada piedra preciosa. Hasta que alguien, mi compañero de viaje, me hace recordar que lo importante del destino siempre serán las personas, las experiencias que compartes con ellas y, sobretodo, aprender.

Aprender a no creernos todo lo que nos dicen. Aprender a romper los estereotipos que las religiones, las costumbres y las fronteras nos asignan injustamente. Aprender a juzgar una misma, y sobretodo, aprender a aprender, porque hay cosas que no vienen en los libros.

Y cuando entiendes esto, dejas de memorizar azulejos y comienzas a meterte en los bolsillos historias, momentos y buenas personas. Después de cinco días, me traje a casa el recuerdo de un paseo con sabor a zumo de naranja, el sonido improvisado de una guitarra que conoció la rumba española y muchas sonrisas que surgían al saber que veníamos de tierra hermana, Isbilia.

 

Rebeca

4 thoughts on “La experiencia de viajar viviendo

  1. Unamuno distinguía entre la Historia y la Intrahistoria, cuando una viaja es necesario conocer, al menos a grandes rasgos, la Historia del país que se visita, pero una vez que se encuentra en el lugar de destino lo importante son las gentes, los lugares, los sabores y olores. Viajar es importante, conocer culturas, pueblos, otros idiomas. No quiero ser una turista quiero ser una viajera.

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  2. Hola Rebeca, me ha encantado este post! Me ha transportado a recordar todas esas pequeñas y, a la vez, tan grandes sensaciones y emociones que se quedan grabadas en tu mente tras volver de un viaje o, simplemente, de un valle cerca de tu pueblo, el atardecer, su gente, su cultura, las fiestas… todo lo que hace que por la noche, al reposar los pies en la cama, parece que todo sea un sueño. ¡Cómo imaginar que viajando se aprendería tanto!
    Me encantaría que escribieras más posts de este tipo, ¡un saludo!

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